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Cuando la tierra cruje y Rusia tiembla: Kamchatka y el seísmo que la devuelve al podio de los grandes.
Prepárense, porque esto no es una sacudida cualquiera ni el lamento de algún científico aburrido. No, señores. Esto es un puñetazo seco sobre la mesa del planeta. Una advertencia brutal. La tierra ha hablado —como suele hacerlo— sin pedir permiso ni medir consecuencias. Y lo ha hecho en una de las esquinas más olvidadas, más remotas y más fieramente salvajes del mapa: la península de Kamchatka, allá en el confín oriental de Rusia, donde los volcanes duermen con un ojo abierto y el suelo guarda secretos que, de cuando en cuando, estallan.
Porque sí: el seísmo de 8,8 grados que ha tenido lugar esta misma semana no es solo una sacudida más. Es, con todos los honores, el sexto terremoto más fuerte de la historia moderna. Y ojo, que esa no es una lista que se actualice con frecuencia. Para colarse ahí hay que hacer temblar no solo edificios, sino también certezas.
Kamchatka no es precisamente Benidorm. Es una región inhóspita, volcánica, orgullosa. Un lugar donde el invierno se pasa a bofetadas y la primavera apenas dura una semana. Pero su verdadera identidad está bajo tierra: una confluencia de placas tectónicas, una trampa de presión y fuego, un punto caliente que el planeta conserva como advertencia.
El seísmo de estos días iguala casi al mítico terremoto de 1952, que también golpeó la misma península y alcanzó una magnitud de 9,0. Aquel fue, durante décadas, un referente absoluto del poder geológico. Hoy, su hermano menor se le coloca justo detrás en la lista, como si la tierra hubiese querido rendirse homenaje a sí misma.
Y mientras los sismógrafos del mundo chirrían y los noticieros se frotan las manos con gráficos de colores, la gente de a pie —la que vive, respira y duerme sobre ese suelo que ahora ha estallado— se pregunta qué demonios puede hacer para estar preparada.
Ahí es donde entra una reacción que ya se deja ver: la venta de extintores ha empezado a dispararse, especialmente en zonas de riesgo sísmico. ¿Qué tiene que ver un extintor con un terremoto?, dirá alguno con sorna. Pues mucho, caballero. Porque tras cada sacudida vienen los fuegos: cables rotos, fugas de gas, cortocircuitos, explosiones domésticas. Un buen extintor no detiene un temblor, pero puede salvar su casa cuando las llamas quieran rematar lo que la tierra comenzó.
Decía un viejo geólogo, de esos con voz grave y pipa perpetua, que “la tierra no olvida; solo espera”. Y vaya si lo ha demostrado. Kamchatka ha vuelto a rugir con la misma fuerza con la que lo hizo hace setenta años. Como si cada generación necesitara su propio recordatorio de lo poco que pintamos en este tablero geológico.
Y en este escenario, lleno de incertidumbre y crujidos profundos, lo lógico es que la prevención se instale en el pensamiento cotidiano. Que la alarma no sea un susto momentáneo, sino una cultura. Y ahí, nuevamente, entramos nosotros, los que vivimos en ciudades, los que trabajamos en oficinas, los que tenemos niños en casa o padres mayores.
Porque cuando el miedo golpea, comprar extintores no es una excentricidad, sino un acto de responsabilidad. Un compromiso con la propia seguridad y la de los que tenemos cerca. Como quien guarda una manta gruesa para el invierno o un botiquín en el coche. No para usarlo todos los días, sino para no arrepentirse si llega el momento.
Más allá del hogar, las normativas de seguridad juegan su papel. Y aquí hay que hablar, aunque suene técnico, de algo clave: las bies pueden ser de dos tipos. Las de manguera semirrígida y las de manguera flexible. Ambas se colocan estratégicamente en edificios, centros públicos, industrias… y son esenciales en caso de incendios que pueden derivar de un temblor como el que ha sacudido Kamchatka.
Son esos detalles, aparentemente menores, los que marcan la diferencia entre un incidente controlado y una catástrofe de titulares. Pero claro, eso no se enseña en la tele. Hay que leer la letra pequeña, revisar instalaciones, formar al personal y entender que no hay improvisación que valga cuando el suelo decide moverse.
Con este último episodio, el planeta Tierra suma otro punto en su lista negra de terremotos devastadores. Japón, Chile, Sumatra… y ahora Rusia vuelve a figurar con letras mayúsculas. Y lo hace con un seísmo que ha estremecido no solo a Kamchatka, sino a toda la comunidad científica y de protección civil internacional.
Y, sin embargo, lo más inquietante no es que haya ocurrido. Lo más inquietante es que puede volver a pasar. Que la placa no ha terminado de ajustarse. Que el silencio sísmico que suele preceder a los grandes eventos, esta vez, ha sido corto. Y que, posiblemente, estamos apenas viendo el tráiler de una película más larga.
Así que aquí estamos: con un seísmo de 8,8, el sexto más potente registrado en la historia, y con la misma sensación de fragilidad con la que uno se queda tras una sacudida de esas que tiran los cuadros, levantan el polvo del suelo y hacen sonar las alarmas.
Kamchatka ha hablado. Y lo ha hecho con fuerza, con memoria, con advertencia. No lo tomemos como un susto más para el informativo. Es el recordatorio de que, aunque vivamos convencidos de que lo controlamos todo, hay fuerzas que escapan a nuestras manos. Y que prepararse para ellas no es paranoia. Es inteligencia.
Así hay que ir vestido a una ganadería brava: ni disfrazados ni de domingueros.
Hay cosas que no se aprenden en la escuela, ni en las redes sociales, ni en las guías de moda hechas por influencers de chaqueta estrecha y opinión ancha. Hay códigos que vienen del terruño, del sol de mediodía en el albero, del polvo que levanta el caballo y del silencio solemne que se impone cuando el toro aparece en la dehesa. Visitar una ganadería de toros bravos no es una excursión cualquiera. No es una salida al campo ni una fiesta folclórica, es un rito. Y los ritos, señores, se respetan.
No se trata de vestirse como en una boda en Jerez ni de sacar el traje de luces del armario del abuelo. Tampoco vale ir de romería ni con el disfraz de cazador de postureo. Aquí lo que manda es el campo, su nobleza, su rudeza y su verdad. Y quien va a una ganadería lo hace como quien pisa tierra sagrada: con respeto, con educación y, por supuesto, con elegancia sobria, que es la única que de verdad importa en estos asuntos.
Primero, sentido común. No es poca cosa. Estamos hablando de entornos rurales, caminos de tierra, vacas bravas y toros que no entienden de TikTok. Se camina, se pisa barro, se monta en remolques y se siente el sol en la nuca. ¿Camisa blanca impoluta y mocasines urbanos? Error. ¿Chanclas y short de playa? Pecado capital.
El atuendo perfecto tiene más que ver con la sobriedad campera que con el boato sevillano. Pantalón largo resistente, camisa de manga larga —si es posible de lino o algodón— y una chaqueta ligera o chaleco para proteger del viento. Y en los pies, nada de experimentos: botas camperas o calzado cerrado con suela sólida. Nada de florituras.
Aquí es donde uno demuestra que entiende la esencia del campo, que respeta al toro, al mayoral, al vaquero y al ganadero. Porque la liturgia del toro bravo empieza en su origen, en esas visitas a ganaderias toros donde todo tiene su lenguaje, su forma y su tiempo.
No basta con vestirse bien, hay que saber estarse bien. Uno no se planta en la finca con aires de turista despistado. Hay que mirar, observar, callar cuando hay que callar, y hablar cuando el mayoral lo permite. El toro bravo no es un animal cualquiera: es un símbolo, una presencia. Y las visitas ganaderias toros bravos no son espectáculos, sino encuentros con una cultura que lleva siglos latiendo en las dehesas españolas.
El que se presenta con humildad y discreción, con ropa adecuada y actitud respetuosa, se gana el respeto de quienes allí trabajan. El que va con exceso de perfume, camisa desabrochada hasta el ombligo y gafas de sol de diseñador, lo pierde antes de que su pie toque el primer terrón de tierra.
Señoras, en el campo se pisa fuerte y se camina mucho. Nada de tacones, ni de vestidos vaporosos que se enredan entre las jaras. El pantalón es una opción sabia, aunque también una falda larga con botas puede encajar si se lleva con soltura. El sombrero de ala ancha es un clásico que, bien llevado, protege del sol y suma estilo sin caer en la teatralidad. Lo importante es que todo sea funcional y sobrio, sin perder ese toque personal que siempre distingue a quien sabe vestir.
Hay que parecer del campo sin parecer disfrazado. Hay que ir cómodo sin parecer dejado. Hay que saber como vestir para ir a los toros en sevilla, pero adaptando ese conocimiento al terreno rural, al polvo, a la dehesa. Porque en la plaza puede haber cierto margen para la coquetería, pero en el campo manda la autenticidad.
En la ganadería se visten los hombres de campo y los hombres de ciudad que entienden el campo. Y esos, créanme, se distinguen de lejos.
El sombrero es símbolo, escudo y declaración de principios. De ala ancha, de fieltro o de paja según el clima, el sombrero bien elegido proyecta respeto y personalidad. Pero cuidado: mal llevado, puede parecer disfraz. Hay que saberse poner el sombrero como quien se pone la historia encima. Sin estridencias.
No todos están obligados a llevarlo, pero quien lo hace bien, lo hace con discreción. Es mejor no llevar nada que llevar algo ridículo.
Hay cosas que no se perdonan, ni en la plaza ni en la finca: ir con ropa deportiva de gimnasio, con camisetas de marcas fosforitas, con bermudas, con zapatillas de suela blanca o con gafas de sol de espejo azul eléctrico. Eso no es ser moderno, es ser ignorante.
Y peor aún: quienes creen que porque están en el campo pueden ir como les da la gana. No. El toro merece respeto. Y el campo también. Y quien no lo entiende, que se quede en casa viendo documentales.
Las visitas a ganaderías toros no son solo una actividad turística: son una inmersión cultural, un acto de aprendizaje, una ceremonia. Es ver al toro en su entorno, entender su bravura, su nobleza, su vida diaria. Es asistir a una lección de verdad en un mundo cada vez más ficticio.
Y ahí, en ese ambiente, quien va bien vestido —con dignidad, con sobriedad, con respeto— encaja como si siempre hubiera pertenecido a ese paisaje. Porque el campo bravo, cuando te acepta, te lo dice sin palabras.
Al final, todo se resume en esto: vestirse bien para ir a una ganadería no es cuestión de moda, es cuestión de respeto. A la tradición, al toro, al campo y a uno mismo. Y quien lo entiende, lo demuestra sin necesidad de estridencias, sin disfraces, sin falsas poses.
En la dehesa, el silencio del toro impone más que mil discursos. Y la elegancia sobria de quien sabe estar, brilla más que cualquier brillo artificial.
La escuela taller de Castrillón aprende a desenvolverse ante el peligro con formación integral en seguridad.
En la localidad de Piedras Blancas, la Escuela Taller de Castrillón ha desarrollado una jornada de formación intensiva que marca un precedente en la preparación de jóvenes para situaciones de riesgo real. El programa, enmarcado dentro del curso de Limpieza de Espacios Abiertos e Instalaciones Industriales, ha puesto el foco en la prevención de incendios y en el correcto manejo de equipos de primera intervención.
Ocho alumnos participaron en prácticas directas, bajo la coordinación de los bomberos del aeropuerto y la empresa Vitaly, quienes recrearon diferentes escenarios de emergencia en una unidad móvil de simulación de incendios. Los ejercicios incluyeron desde fugas de gas hasta fuegos abiertos que debían ser controlados mediante mangueras y equipos de protección básicos.
La sesión puso de relieve la importancia de los extintores como primera línea de defensa frente al fuego. A través de la práctica, los jóvenes aprendieron no solo a accionar el dispositivo, sino también a comprender las distancias correctas de aplicación, la presión adecuada y la necesidad de mantener la calma frente a las llamas.
El contacto directo con el calor y la radiación emitida por el fuego fue uno de los aprendizajes más impactantes, reforzando la idea de que la teoría debe ir siempre acompañada de la práctica. Los instructores insistieron en que el conocimiento de los extintores no debe limitarse a saber dónde están ubicados, sino a adquirir la confianza necesaria para utilizarlos con eficacia en los primeros segundos de un incendio.
La preparación recibida por los alumnos guarda similitud con las formaciones impartidas en grandes ciudades, como las que se ofrecen en programas de extintores barcelona, donde la normativa vigente exige que los trabajadores conozcan los protocolos de seguridad y el uso de los equipos de protección.
En estos entrenamientos se insiste en que el tiempo de reacción es determinante para contener un incendio. De ahí que los jóvenes de la Escuela Taller hayan vivido esta experiencia como un paso fundamental en su desarrollo profesional. Contar con la capacidad de manipular un extintor en segundos puede marcar la diferencia en entornos urbanos e industriales donde el riesgo de fuego siempre está presente.
Durante la jornada se explicó con detalle el funcionamiento de distintos modelos de equipos, destacando el extintor ABC, considerado uno de los más versátiles del mercado. Este tipo de extintor permite sofocar incendios de clase A (materiales sólidos como madera, papel o textiles), clase B (líquidos inflamables como aceites o combustibles) y clase C (gases combustibles).
La práctica con el extintor ABC otorgó a los alumnos una visión amplia de su eficacia en diferentes escenarios, preparándolos para intervenir en situaciones de fuego muy variadas. Además, se reforzó la necesidad de verificar siempre el estado de carga, la presión y la caducidad de los equipos para garantizar su funcionamiento óptimo en caso de emergencia.
Uno de los puntos señalados por los monitores fue la importancia de la divulgación y el acceso a información especializada. Espacios como este blog de extintores permiten ampliar conocimientos, conocer novedades en normativa y mantenerse actualizado en técnicas de prevención de incendios.
El aprendizaje no debe quedarse en la experiencia puntual, sino complementarse con contenidos que ofrezcan guías de mantenimiento, consejos de ubicación estratégica de los equipos y explicaciones detalladas sobre el tipo de extintor más adecuado para cada riesgo. La cultura de la seguridad se fortalece cuando los trabajadores y ciudadanos cuentan con información accesible y práctica.
Más allá del ámbito técnico, esta formación práctica supone un impulso en la confianza de los jóvenes que integran la Escuela Taller de Castrillón. Con edades comprendidas entre los 16 y los 30 años, muchos de ellos se encuentran en situación de desempleo y ven en este programa una oportunidad para crecer profesionalmente y asegurar un futuro laboral más estable.
La combinación de teoría, práctica y simulación de emergencias reales contribuye a consolidar perfiles profesionales altamente valorados en sectores como la limpieza industrial, la construcción y el mantenimiento urbano. Al mismo tiempo, la contratación progresiva por parte del Ayuntamiento y la percepción de un salario vinculado al programa refuerzan la motivación de los participantes.
Un aspecto clave tratado durante la formación fue la correcta ubicación y señalización de los equipos de extinción. Los instructores insistieron en que la normativa establece criterios específicos en cuanto a visibilidad y accesibilidad, garantizando que los extintores estén siempre disponibles en lugares estratégicos y a alturas reglamentarias.
En un entorno de emergencia, el tiempo es oro, y la adecuada instalación de los equipos puede reducir riesgos significativos. La concienciación de los alumnos en este punto asegura que, al desempeñar sus labores en el futuro, velen no solo por la limpieza y el orden, sino también por la seguridad de los espacios en los que trabajen.
La enseñanza que deja esta experiencia es clara: la prevención de incendios es responsabilidad de todos. No se trata únicamente de que los bomberos actúen, sino de que cada trabajador, estudiante o ciudadano tenga la capacidad de responder en los primeros instantes de un siniestro.
La formación en Castrillón demuestra que, con la práctica adecuada y el acceso a conocimientos específicos sobre el uso de extintores, la sociedad puede estar mejor preparada para minimizar daños y proteger vidas. Los alumnos no solo aprendieron una técnica, sino que vivieron en primera persona el compromiso que supone garantizar la seguridad en cualquier entorno.
La Escuela Taller de Castrillón se ha convertido en un ejemplo de cómo la formación en seguridad puede transformar tanto la vida profesional como la personal de los jóvenes. Conocer el uso de los extintores, practicar con un extintor ABC, estar al tanto de la normativa y complementar la experiencia con recursos como un blog de extintores refuerza la capacidad de respuesta frente al riesgo.
Estas acciones no solo mejoran la empleabilidad de los participantes, sino que también contribuyen a construir comunidades más seguras. Preparar a los jóvenes para actuar ante emergencias es preparar a una sociedad entera para enfrentar el futuro con responsabilidad y confianza.